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Asesinar para divertirse
Al comienzo del juicio, el 28 de enero de 1997, tres eran las posturas de los expertos a la hora de calificar el estado mental del principal acusado, y esa era la cuestión principal, como veremos, a la hora de determinar el resultado del proceso. De entrada, para ver siquiera si podía ser juzgado.
En primer lugar, dos prestigiosos psiquiatras, José Antonio García Andrade (perito de la defensa) y Carlos Fernández Junquito (perito forense), opinaron que era esquizofrénico paranoide, con alucinaciones y percepciones delirantes. Es lo que habitualmente se suele entender por «loco». En tal caso, el acusado no sería responsable de sus actos y no podía ser juzgado, sino que debería ser ingresado en una institución psiquiátrica de alta seguridad.
Por su parte, otros expertos (Ramón Núñez y Juan José Carrasco) afirmaban que J. R. padecía un trastorno de identidad disociativo, es decir, que tenía personalidad múltiple. Este raro trastorno se correspondería, en la cultura popular y para entendernos, con el que supuestamente sufría el personaje de ficción Doctor Jekyll / Mr. Hide. Es decir, que una personalidad criminal se apodera de pronto y temporalmente de otra que es aparentemente normal. El propio J. R. abonó esta tesis al afirmar que tenía no dos, sino ¡cuarenta y tres! personalidades diferentes. En este caso, tampoco sería imputable de lo que hubiera hecho cuando una personalidad diferente se apoderaba de él, como afirmaba que había ocurrido cuando asesinó a C. M.
Por último, dos psicólogas forenses, Susana Esteban y Blanca Vázquez, y el psiquiatra de la acusación particular, Luis Caballero, afirmaban que J. R. era un psicópata sádico. En este caso, el acusado, a pesar de tener alterada su capacidad de sentir compasión y culpa, sería responsable de los hechos y podría ser juzgado y, en su caso, condenado. Estaban seguros de que J. R. simulaba su locura para salir airoso del trance en que se encontraba, y le habían cogido, en sus entrevistas con él, en numerosas contradicciones y mentiras. Afirmaban que el acusado tenía un alto grado de sadismo y frialdad, no tenía remordimientos y negaba su crimen. Concluían que era un asesino sádico, frío, arrogante, calculador, muy inteligente, sin remordimientos ni conciencia, y que el asesinato lo había cometido por mero deleite.
Durante el juicio, J. R. exhibió en ocasiones una sonrisa escalofriante. Esa sonrisa se le borró de la cara cuando fue condenado, el 18 de febrero de 1997, a 42 años y dos meses de cárcel. Su cómplice salió mejor pasado, debido a su minoría de edad y a haberse dejado influir por J. R.: 12 años y 9 meses. Además, ambos fueron condenados a pagar una indemnización de 25 millones de pesetas (unos 150.000 euros) a la familia de la víctima.
Como suele ser habitual en los psicópatas, el comportamiento de J. R. en las tres prisiones en las que ha estado ha sido ejemplar. No ha tenido ningún problema, ni con los compañeros ni con los funcionarios de prisiones. Y no solo eso: terminó, además de los estudios que llevaba mediados cuando cometió el crimen, otras dos carreras, y con calificaciones excelentes. Además, se prestó a ser tutor de otros reclusos, aprovechando para ello su elevado nivel de formación.
En cuanto pudo, J. R. solicitó permisos de salida, pero tanto el juez de vigilancia penitenciaria, como el fiscal, como la junta de tratamiento del centro penitenciario (formada por psicólogos y educadores) se han opuesto de forma sistemática a ello, al entender que el recluso no presentaba signo alguno de arrepentimiento por su crimen y suponía una elevada peligrosidad. Por fin, en 2004, la Audiencia de Madrid concedió esos permisos de salida. Y en 2008, el tercer grado, con lo que solo tiene que ir a la prisión a dormir.
¿Cómo es posible que esté en la calle 14 años después del crimen, cuando había sido condenado a 42? Se le aplicó el Código Penal de 1973 (endurecido posteriormente, pero no se le puede aplicar de forma retroactiva), que reducía a 20 años de cumplimiento efectivo cualquier pena superior, y sobre esos 20 se reducía además condena por trabajar. Algo parecido ocurrió con su cómplice, F. M., que cumplió solo 4 de los 12 años a que fue condenado.
Así pues, actualmente ambos están libres. ¿Están curados? Según los expertos, los psicópatas no tienen tratamiento ni es posible su curación. No sienten emociones, y no es posible enseñarles a sentirlas. Ya lo advirtió una de las psicólogas durante el juicio: «Es un psicópata. No tiene cura. Cuando salga, puede volver a matar».
No puedo terminar este artículo sin caer en la tentación de transcribir algunos fragmentos del diario de J. R., en el que narró el asesinato de C. M. y, sobre todo, lo que sintió al hacerlo. Advierto que puede herir la sensibilidad del lector, pero es una oportunidad única de entrar en la mente de un psicópata, y era difícil desaprovecharla, porque muy pocas veces un psicópata ha narrado con tanta claridad lo que siente al asesinar a una persona. No quiero ni pensar en lo que habrán sentido los familiares de C. M. al escuchar estas palabras durante el juicio por la muerte de su esposo y padre.
Cuando ve a su víctima: Era gordito, rechoncho con una cara de alucinado que apetecía golpear, barba de tres días, una bolsita que parecía llevar ropa y una papeleta imaginaria que decía «quiero morir». Le dijo a su compañero: «Mira ése, tiene cara de idiota, y lleva unos calcetines estúpidos».
Cuando le estaban matando, pensó: Empezaba a molestarme el hecho de que no se moría ni debilitaba, lo que me cabreaba bastante. Seguí intentando sujetarle y mis manos encontraron su cuello, y en él, una de las brechas causadas por mi cuchillo momentos antes. Metí por ella una de mis manos y empecé a desgarrar, arrancando trozos de carne arañándome las manos en mi trabajo.
Hacia el final del asesinato: ¡Lo que tarda en morir un idiota! Llevábamos casi un cuarto de hora machacándole y seguía intentando hacer ruidos. ¡Qué asco de tío! Mi compañero me llamó la atención para decirme que le había sacado las tripas. Vi una porquería blanquecina saliéndole de dónde tenía el ombligo y pensé: ¡Cómo me paso! Redoblé mis esfuerzos divertido, y me alegré cuando pude agarrarle la columna vertebral con una mano, atrapándola, empecé a tirar de ella y no cesé hasta descoyuntársela.
Cuando tenían ya a su víctima muerta a sus pies: A la luz de la luna contemplamos a nuestra primera víctima. Sonreímos y nos dimos la mano. Me miré a mí mismo y me descubrí absoluta y repugnantemente bañado en sangre. A mi compañero le pareció acojonante, y yo lamenté mucho no poder verme a mí mismo o hacerme una foto. Uno no puede pensar en todo.
Al llegar a casa de F. M.: Brindamos, nos felicitamos, nos reímos y me fui para mi casa donde me cambié de pantalones y metí los viejos en una bolsa que escondí en un cajón. Mis sentimientos eran de paz y tranquilidad espiritual total: me daba la sensación de haber cumplido con un deber, con una necesidad elemental que por fin era satisfecha: me sentí alegre y contento con mi vida.
Días después del asesinato: Mis sentimientos por hacer el asesinato en sí mismo no existían en absoluto, demostrándome que mi mente era fría y calculadora en cualquier situación y dándome esperanzas para otras acciones. No sentí remordimientos ni culpas, ni soñé con mi víctima, ni me inquietaba el que me pillaran. Todo eso eran estupideces. Comparé todo esto con mi compañero y coincidimos punto por punto.
Esta persona está hoy día libre y entre nosotros.
Foto de Irham Setyaki en Unsplash
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