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Algo hay en el desván
Una
infancia feliz es un tesoro del que se va gastando a lo largo de toda la vida
André Maurois
Miraba distraídamente el paisaje por la ventana del tren y
veía superpuesta mi cara reflejada en el cristal. De la misma forma que veía
pasar árboles, casas y cultivos, así veía también pasar mi vida. A mis treinta
y ocho años, con un notable éxito profesional, buena planta y algunos buenos
amigos, no creía tener motivo para quejarme, a pesar de mi carácter
melancólico, y a pesar también del hecho de no haber podido encontrar una mujer
con la que compartir mis días, soledad que ya consideraba probablemente
definitiva.
Este viaje me producía una sorda inquietud, un desasosiego
inexplicable y hasta cierto punto angustioso. A la muerte de mi abuela paterna,
ocurrida hacía ya casi un año, debía poner a la venta el viejo caserón familiar
donde habían transcurrido mis vacaciones infantiles. A pesar de ello, no le
guardaba ningún apego; por el contrario, el mero hecho de volver a él me
producía un acentuado malestar, una desazón rayana con la angustia. Quise
convencerme a mí mismo de que era por la entrevista con el notario, el papeleo,
o quizá incluso por tener que despedir a Zacarías, el viejo guarda que llevaba
más de cincuenta años en la casa y por el que tampoco sentía especial
predilección. Pero no; yo sabía, en el fondo, que lo que en verdad me
inquietaba era el desván. Era esa puerta blanca y sucia y aquellos escalones de
madera chirriante lo que me producía aquella opresión en el espíritu, opresión
que se iba acentuando según el tren se aproximaba a su destino. Incómodo, me
removí en el asiento e intenté, sin éxito, pensar en otra cosa.
Cuando llegué a la casa, llamé a Zacarías. Recordaba con
desagrado su pelo sucio y amarillento, su mirada vidriosa y el olor agrio que
exhalaba. No, desde luego que no sentía por él predilección alguna. Aquel
individuo no aparecía por ninguna parte, de modo que entré solo. Tras
entretenerme con algún pretexto por diversas habitaciones, me fue inevitable
acabar en la gran cocina, que era el centro de la casa y de donde partía la
escalera que subía al desván. Me senté un rato en aquella mesa enorme de roble,
donde tantas veces había comido, y mientras miraba el gran fogón y los mil
cachivaches de aquella cocina antigua, diversos recuerdos de la infancia
revoloteaban por mi mente. Pero pululaban siempre en torno a lo mismo, sin
querer tocarlo, pero sin alejarse de él, como una polilla en la noche que
revolotea de forma inevitable en torno a una bombilla que la quema, y no puede
tocarla, pero tampoco alejarse de ella. Y la bombilla que me quemaba pero no
podía evitar era, por supuesto, el desván. Allí estaba aquella puerta,
diciéndome «no subas».
Esparcí mis papeles por la mesa e intenté centrarme en
ellos. Imposible. La sorda inquietud seguía allí, la desazón, el miedo, quizá.
Mi propia cobardía me indignaba, y finalmente decidí que no iba a ser más
fuerte que yo. A mi edad, siendo grande y fuerte de cuerpo y mente, no iba a
permitir que ese fantasma de mi infancia me venciera. Me levanté y me dirigí a
la puerta. Agarré el pomo y lo giré lentamente, deseando en el fondo que la
puerta estuviera cerrada con llave. No lo estaba. El mecanismo se accionó con
un ruido que me pareció excesivo y abrí la puerta lentamente. Las escaleras,
largas, de madera, iluminadas tenuemente por un ventanuco en el techo, me
produjeron una sensación de angustia inexplicable. Olía a cerrado y sentí una
quietud amenazadora. Noté que las manos me sudaban y el pulso se me aceleraba
de una forma incontrolable. Tragaba con dificultad. La tentación de cerrar la
puerta y volver a mis papeles era muy grande, pero eso sería una nueva derrota
y agigantar al fantasma. No me iba a vencer. Comencé a subir por aquellas
escaleras chirriantes, muy despacio. Sin saber por qué, absurdamente, ascendía
tratando de no hacer ruido, como procurando que quienquiera que pudiera haber
allí no se enterara de mi presencia. Tosí en alto, en un intento estúpido de
darme valor, como queriendo decir «aquí estoy», pero el efecto fue justamente
el contrario. Respiraba cada vez peor, casi jadeando, mientras subía los
últimos escalones. Al llegar arriba, apenas podía respirar. Me notaba dominado
por una angustia y un terror incomprensibles, y lo único que deseaba era salir
de allí cuanto antes. Quedé en silencio un instante, pero aquella quietud
ominosa no hizo más que aumentar mi congoja. Ya había subido. Ya había vencido.
Pero no, yo sabía en el fondo que aquel desván me estaba derrotando otra vez.
Conseguí avanzar, inseguro, por aquella estancia mal iluminada, repleta de
cajas, polvo, telarañas y objetos de todo tipo. Algunos de ellos los recordaba
perfectamente y me traían recuerdos confusos, sensaciones oscuras y a veces
opresivas, sin saber por qué. Miraba en derredor constantemente, como temiendo
que alguien o algo surgiera tras de mí. La situación era cada vez más
insoportable, pero me resistía a aceptar la derrota. Quise seguir avanzando,
pero no pude. Entonces quedé agarrotado, tembloroso, con una opresión en el
estómago que se me hacía inaguantable; y no pude más. Casi a la carrera,
mirando hacia atrás constantemente, tropezando con los mil objetos, me dirigí a
la escalera y la bajé a trompicones. Al llegar a la cocina, cerré la puerta y
eché el pesado cerrojo, como queriendo dejar encerrados para siempre a mis
fantasmas. Aún fuera de mí, me senté a la mesa y me surgió de dentro, como un
vómito incontenible, el llanto desatado, sin saber por qué, sin yo quererlo,
sin poderme dominar, lloré aquel miedo, aquella angustia inexplicable, y me
puse a temblar con espasmos incontrolables, y mojaba los papeles que tenía en
la mesa con mis lágrimas.
Al rato, recuperándome aún de aquella zozobra
incomprensible, noté a mi espalda una presencia. Me giré y vi a Zacarías, el
viejo guarda, y le miré a los ojos y vi que los apartaba de mí avergonzados y
culpables, y entonces vi en mi recuerdo aquellos ojos brillar intensamente
obscenos, quemados por el deseo y, como un fogonazo, entró en mi alma un
recuerdo oculto y terrible, cortándola como un cuchillo, y vi su cara ansiosa y
su cuerpo repulsivo y desnudo en aquel desván junto a mi cuerpo desnudo y
pequeño, quizá cuatro o cinco años, callado y tembloroso y avergonzado por lo
que ocurría, y odié entonces infinitamente a aquel canalla que me había roto la
infancia y me había robado la sonrisa para siempre. De forma incontrolable,
loco de ira, me levanté y fui hacia él con el puño en alto, y el viejo
retrocedió hasta un rincón y se protegió la cara con los brazos. Entonces me di
la vuelta y salí de la casa.
De no haberlo hecho, creo que le habría matado.
© Francisco Torroja, 2015
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