Un relato oscuro

 

Fotografía: shttefan, en Unsplash


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Las moscas

El sol de finales de agosto abrasaba el pueblo sin piedad y quemaba las casas blancas y las calles secas, y agostaba los trigales y los campos. La desaparición de la niña había tenido el efecto de asfixiar aún más al pueblo hasta hacer la atmósfera insoportable. Los hombres y las mujeres buscaban a la niña en los pozos secos y en el río sin agua, la buscaban en los campos yermos y en las sendas polvorientas, la buscaban entre los riscos despiadados y en los escarpados barrancos. La buscaban.

En el bar de Maco, tres hombres muy viejos y arrugados, sentados en mesas separadas, esperaban en silencio y con aire trágico, como si supieran que la búsqueda era inútil. Maco, que era un hombre muy extraño, había llegado al pueblo desde alguna parte hacía un tiempo, con aquella mujer, Lala, cogida de su brazo. Maco frotaba incansable la barra del bar, que ya estaba limpia, con su bayeta húmeda. Solo él se movía en aquella estancia desesperada. Solo él y las moscas, que intentaban llenar con su rumor obstinado el vacío insufrible del ambiente. Lala estaba simplemente de pie, apoyada en la pared, como si contemplara el suelo, pero con la mirada perdida y los ojos muy abiertos. Lala era una mujer muy sacrificada.

Había en el bar cada vez más moscas, como si llegaran de alguna parte. Y muchas de ellas, en vez de negras, tenían un brillo metálico que resultaba inquietante. Paulatinamente, las moscas fueron aumentando la intensidad de sus vuelos, intranquilas, y eso hizo que los que allí estaban presintieran algo.

Entonces apareció en la puerta un chaval, quizá de quince años, jadeante y sudoroso. Las lágrimas habían dejado surcos, ya resecos, en su cara adolescente.

—La han encontrado —dijo.

Nadie se movió. Nadie preguntó, como si ya lo supieran. Solo le miraron.

—Muerta —añadió el chaval.

Todos, simplemente, le seguían mirando.

—En la barranca, tapada con unas ramas —aclaró, aunque nadie le había pedido aclaraciones.

Silencio. Incluso las moscas se habían detenido, como si escucharan. Entonces el chico se fue, y las moscas reanudaron su vuelo, dejando en el aire sensación de muerte. Uno de los viejos estrujó en su mano, con fuerza, una servilleta de papel, mientras brotaban iracundas las palabras:

—Siete añitos. ¡Dios mío, siete añitos!

Maco reanudó su limpieza con más energía que antes, de forma compulsiva, y cuando acabó el enésimo repaso a la barra, empezó con las mesas del bar que estaban libres, y las frotaba y refrotaba inútilmente, como en un juego interminable con las moscas, que levantaban el vuelo por donde él pasaba su bayeta, posándose enseguida en la zona recién fregada. Parecía que limpiara para ellas. Y cuando había terminado con todas las mesas libres, volvía a empezar con la primera. Cada vez más, las moscas parecían envolver a Maco, y éste las espantaba, desesperado, dando manotazos violentos en el aire. Los pasos de aquel hombre al andar entre las mesas resonaban en las tablas del suelo de una forma siniestra. Lala seguía apoyada en la pared, mirando fijamente hacia abajo. Por sus ojos espantados, parecía que adivinara imágenes terribles entre los nudos y las vetas del suelo de madera.

Pasaban los intolerables minutos, uno a uno, como si reptaran lentamente por el aire espeso, y entonces las moscas fueron poco a poco excitándose de nuevo y aumentando el ímpetu de sus vuelos retorcidos. Al principio solo intranquilas; luego enloquecidas, y fueron así cargando el ambiente, y los viejos se removieron en sus asientos, inquietos, quizá presintiendo algo.

Entonces, de pronto, aparecieron ellos en la puerta, tapándola con sus cuerpos. Los dos hombres de verde, con los tricornios en la mano, estaban muy serios y llevaban al hombro sus mosquetes, lo que era extraño: nunca los llevaban, pero ahora sí. Ambos clavaron sus ojos en Maco, que había cesado en su limpieza absurda y primero les devolvió la mirada, pero enseguida la bajó al suelo, y todos entonces le miraron a él. El más joven de los guardias volvió la cara al mayor, pidiéndole con una mueca que fuera él quien hablara. Las moscas se habían ido deteniendo poco a poco, expectantes, como si supieran.

—Maco, te vienes al cuartelillo. El sargento quiere hacerte unas preguntas.

La voz del guardia había cortado el aire como lo corta una espada. Maco se limpió torpemente las manos temblorosas en el delantal y dijo, con la voz acobardada y extraña:

—Me cambio un momento y voy.

Y dejó la bayeta sobre una mesa. Y entró en su habitación, que estaba detrás de la barra. Y cerró tras de sí la puerta. Y todas las miradas se clavaron en aquella puerta, blanca y sucia y desvencijada: las de los guardias y las de los viejos y las de las moscas. Solo Lala seguía mirando al suelo, con los ojos abiertos como fosas.

El disparo restalló en el aire y les entró a todos como una cuchillada, pero nadie se movió; solo Lala, que se tapó la cara con las manos y empezó a lloriquear; y las moscas que, aliviadas, reanudaron sus vuelos rumorosos.

© Francisco Torroja, 2015

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