Un relato oscuro

 

Fotografía: shttefan, en Unsplash


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Algo hay en el desván

Una infancia feliz es un tesoro del que se va gastando a lo largo de toda la vida

André Maurois

Miraba distraídamente el paisaje por la ventana del tren y veía superpuesta mi cara reflejada en el cristal. De la misma forma que veía pasar árboles, casas y cultivos, así veía también pasar mi vida. A mis treinta y ocho años, con un notable éxito profesional, buena planta y algunos buenos amigos, no creía tener motivo para quejarme, a pesar de mi carácter melancólico, y a pesar también del hecho de no haber podido encontrar una mujer con la que compartir mis días, soledad que ya consideraba probablemente definitiva.

Este viaje me producía una sorda inquietud, un desasosiego inexplicable y hasta cierto punto angustioso. A la muerte de mi abuela paterna, ocurrida hacía ya casi un año, debía poner a la venta el viejo caserón familiar donde habían transcurrido mis vacaciones infantiles. A pesar de ello, no le guardaba ningún apego; por el contrario, el mero hecho de volver a él me producía un acentuado malestar, una desazón rayana con la angustia. Quise convencerme a mí mismo de que era por la entrevista con el notario, el papeleo, o quizá incluso por tener que despedir a Zacarías, el viejo guarda que llevaba más de cincuenta años en la casa y por el que tampoco sentía especial predilección. Pero no; yo sabía, en el fondo, que lo que en verdad me inquietaba era el desván. Era esa puerta blanca y sucia y aquellos escalones de madera chirriante lo que me producía aquella opresión en el espíritu, opresión que se iba acentuando según el tren se aproximaba a su destino. Incómodo, me removí en el asiento e intenté, sin éxito, pensar en otra cosa.

Cuando llegué a la casa, llamé a Zacarías. Recordaba con desagrado su pelo sucio y amarillento, su mirada vidriosa y el olor agrio que exhalaba. No, desde luego que no sentía por él predilección alguna. Aquel individuo no aparecía por ninguna parte, de modo que entré solo. Tras entretenerme con algún pretexto por diversas habitaciones, me fue inevitable acabar en la gran cocina, que era el centro de la casa y de donde partía la escalera que subía al desván. Me senté un rato en aquella mesa enorme de roble, donde tantas veces había comido, y mientras miraba el gran fogón y los mil cachivaches de aquella cocina antigua, diversos recuerdos de la infancia revoloteaban por mi mente. Pero pululaban siempre en torno a lo mismo, sin querer tocarlo, pero sin alejarse de él, como una polilla en la noche que revolotea de forma inevitable en torno a una bombilla que la quema, y no puede tocarla, pero tampoco alejarse de ella. Y la bombilla que me quemaba pero no podía evitar era, por supuesto, el desván. Allí estaba aquella puerta, diciéndome «no subas».

Esparcí mis papeles por la mesa e intenté centrarme en ellos. Imposible. La sorda inquietud seguía allí, la desazón, el miedo, quizá. Mi propia cobardía me indignaba, y finalmente decidí que no iba a ser más fuerte que yo. A mi edad, siendo grande y fuerte de cuerpo y mente, no iba a permitir que ese fantasma de mi infancia me venciera. Me levanté y me dirigí a la puerta. Agarré el pomo y lo giré lentamente, deseando en el fondo que la puerta estuviera cerrada con llave. No lo estaba. El mecanismo se accionó con un ruido que me pareció excesivo y abrí la puerta lentamente. Las escaleras, largas, de madera, iluminadas tenuemente por un ventanuco en el techo, me produjeron una sensación de angustia inexplicable. Olía a cerrado y sentí una quietud amenazadora. Noté que las manos me sudaban y el pulso se me aceleraba de una forma incontrolable. Tragaba con dificultad. La tentación de cerrar la puerta y volver a mis papeles era muy grande, pero eso sería una nueva derrota y agigantar al fantasma. No me iba a vencer. Comencé a subir por aquellas escaleras chirriantes, muy despacio. Sin saber por qué, absurdamente, ascendía tratando de no hacer ruido, como procurando que quienquiera que pudiera haber allí no se enterara de mi presencia. Tosí en alto, en un intento estúpido de darme valor, como queriendo decir «aquí estoy», pero el efecto fue justamente el contrario. Respiraba cada vez peor, casi jadeando, mientras subía los últimos escalones. Al llegar arriba, apenas podía respirar. Me notaba dominado por una angustia y un terror incomprensibles, y lo único que deseaba era salir de allí cuanto antes. Quedé en silencio un instante, pero aquella quietud ominosa no hizo más que aumentar mi congoja. Ya había subido. Ya había vencido. Pero no, yo sabía en el fondo que aquel desván me estaba derrotando otra vez. Conseguí avanzar, inseguro, por aquella estancia mal iluminada, repleta de cajas, polvo, telarañas y objetos de todo tipo. Algunos de ellos los recordaba perfectamente y me traían recuerdos confusos, sensaciones oscuras y a veces opresivas, sin saber por qué. Miraba en derredor constantemente, como temiendo que alguien o algo surgiera tras de mí. La situación era cada vez más insoportable, pero me resistía a aceptar la derrota. Quise seguir avanzando, pero no pude. Entonces quedé agarrotado, tembloroso, con una opresión en el estómago que se me hacía inaguantable; y no pude más. Casi a la carrera, mirando hacia atrás constantemente, tropezando con los mil objetos, me dirigí a la escalera y la bajé a trompicones. Al llegar a la cocina, cerré la puerta y eché el pesado cerrojo, como queriendo dejar encerrados para siempre a mis fantasmas. Aún fuera de mí, me senté a la mesa y me surgió de dentro, como un vómito incontenible, el llanto desatado, sin saber por qué, sin yo quererlo, sin poderme dominar, lloré aquel miedo, aquella angustia inexplicable, y me puse a temblar con espasmos incontrolables, y mojaba los papeles que tenía en la mesa con mis lágrimas.

Al rato, recuperándome aún de aquella zozobra incomprensible, noté a mi espalda una presencia. Me giré y vi a Zacarías, el viejo guarda, y le miré a los ojos y vi que los apartaba de mí avergonzados y culpables, y entonces vi en mi recuerdo aquellos ojos brillar intensamente obscenos, quemados por el deseo y, como un fogonazo, entró en mi alma un recuerdo oculto y terrible, cortándola como un cuchillo, y vi su cara ansiosa y su cuerpo repulsivo y desnudo en aquel desván junto a mi cuerpo desnudo y pequeño, quizá cuatro o cinco años, callado y tembloroso y avergonzado por lo que ocurría, y odié entonces infinitamente a aquel canalla que me había roto la infancia y me había robado la sonrisa para siempre. De forma incontrolable, loco de ira, me levanté y fui hacia él con el puño en alto, y el viejo retrocedió hasta un rincón y se protegió la cara con los brazos. Entonces me di la vuelta y salí de la casa.

De no haberlo hecho, creo que le habría matado.

© Francisco Torroja, 2015

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