jueves, 5 de octubre de 2023

El asesino del rol (I)

Foto de Nika Benedictova en Unsplash


Un asesinato inexplicable

Desde luego que nada justifica matar a otra persona, pero lo que mueve a un asesino a cometer su crimen es algo que tiene enorme trascendencia, tanto desde la perspectiva jurídica como, sobre todo, desde el punto de vista de la comprensión humana. En ocasiones, el motivo del asesinato puede hacer que se empatice, al menos hasta cierto punto, con el asesino. Sería el caso, por ejemplo (y hablo de un suceso real), de la mujer que mató al violador de hija cuando, tras cumplir una pena tal vez demasiado leve, se cruzó varias veces con él por la calle y tuvo que soportar su mirada burlona y desafiante.

Pero el caso que traemos hoy a estas páginas tiene, quizá, la motivación más escalofriante que podamos imaginar: divertirse. Y el hecho de que quien lo cometiera (fueron dos, pero nos centraremos en J. R., que fue el que llevó la voz cantante en todo momento) fuera un joven de aspecto agradable y mente superdotada no hace más que agrandar el espanto. ¿Es posible que alguien desencadene un drama tan doloroso como es el asesinato de una persona (la víctima tenía mujer y tres hijos) solo para entretenerse? Pues sí, es posible. Y ese es el caso que traigo ahora a estas páginas.

J. R., de clase social media - alta, nació en 1973, y cuando ocurrieron los hechos (30 de abril de 1994) tenía 20 años. Era un estudiante aventajado de la Universidad Complutense de Madrid. Aunque me voy a centrar en él, ya que fue el inductor y principal responsable del crimen, hay que citar también a su cómplice, F. M., de 17 años y estudiante de COU. De similar clase social que J. R., F. M. tenía una personalidad débil y estaba deslumbrado por su amigo, hasta el punto de que le seguía en todo lo que propusiera. Incluso, como veremos más adelante, si lo que proponía era un asesinato tan absurdo como desalmado. Ambos tenían fama de solitarios.

En este suceso cobran una especial relevancia los juegos de rol. En este tipo de juegos, cada jugador asume el papel (o rol, de ahí su nombre) de un determinado personaje imaginario. Los jugadores, entonces, entran en una historia o trama sometida a ciertas normas, pero cuyo desarrollo es determinado por la actuación de los participantes en el juego.

Foto de Alperen Yazgı en Unsplash

Hubo una gran polémica en los medios de comunicación acerca de la responsabilidad de este tipo de entretenimientos en la motivación del crimen: unos expertos advirtieron de la peligrosidad de estos juegos, poniendo como ejemplo lo que hicieron J. R. y F. M., mientras otros no encuentran relación alguna entre el asesinato y los juegos de rol. El propio J. R. declaró más tarde que no le gustaban ni jugaba apenas a ellos, aunque otros testimonios parecen indicar lo contrario.

Lo cierto es que J. R. inventó un juego de rol, al que llamó Razas. Se basaba en la superioridad de unos seres humanos sobre otros, cuya vida no valía nada e, incluso, había que destruir siguiendo determinadas reglas. Ambos, J. R y F. M., formaban parte de un grupo de jugadores de rol. Cuando J. R. les expuso su juego y les invitó a llevarlo a la práctica, nadie aceptó el envite. Pensaron que lo decía en broma o, en todo caso, no quisieron saber nada del tema. Solo F. M. estuvo dispuesto a seguirle en aquel empeño enloquecido.

En la madrugada del 30 de abril de 1994, en Manoteras, en la zona norte de Madrid, ambos recorrían las calles en busca de una víctima. Habían realizado antes cuidadosos preparativos, como proveerse de guantes de cirujano para no dejar huellas, hacerse con dos cuchillos, afilarlos cuidadosamente y vestir ropa vieja, en previsión de que resultara manchada de sangre, como así ocurrió.

Las reglas del juego indicaban que si era antes de las tres, debían eliminar a una mujer. Tras mucho buscar, encontraron a la que podía ser la víctima perfecta. Se pusieron los guantes de goma, empuñaron sus cuchillos y, cuando iban a lanzarse sobre ella, de pronto la mujer se detuvo frente a un portal, lo abrió, entró en él y cerró la puerta. Esa mujer nunca sabrá lo cerca que estuvo de una muerte horrible.

Frustrados, siguieron buscando. Pero las reglas del juego indicaban que, si pasaban de las tres de la madrugada, la víctima debía ser un hombre «regordete y estúpido», que debía morir degollado. Buscaron durante mucho tiempo alguien que tuviera, a su modo de ver, esas características y que se mostrara aislado y accesible. Cuando desesperaban ya, a las cinco de la madrugada, y tras desechar a siete posibles víctimas, encontraron por fin a su objetivo. C. M., de 52 años, honrado y trabajador, buen marido y padre de tres hijos, esperaba en una marquesina de autobús de la calle Bacares el momento de regresar a su casa y descansar, después de una jornada de trabajo en una empresa de limpieza. No había nadie más por allí. Fueron hacia él, y comenzó la pesadilla.

Decidieron simular un atraco a fin de reducir su resistencia, y le pidieron el dinero. «Pon las manos a la espalda y muestra el cuello», le ordenó entonces J. R. No sabían que llevaba encima una cantidad importante y que la víctima se resistiría con mucha más fuerza de lo que ellos se imaginaban. Forcejearon, y C. M. gritó y les insultó. J. R., más alto que su cómplice, se situó tras él y trató de degollarlo, mientras F. M. le acuchillaba sin piedad una y otra vez en el abdomen. Al ver que la víctima gritaba y se resistía, decidieron empujarlo hacia un parque cercano donde, protegidos por las sombras, acabaron con su vida. Tardaron quince espantosos minutos y le propinaron un mínimo de 19 cuchilladas.

Cuando, a la mañana siguiente, apareció su cadáver, la policía partió de la hipótesis del robo. Pero la víctima llevaba encima 60.000 pesetas (el equivalente a algo más de 350 euros, que en aquella época tenían más valor que ahora) y otras pertenencias, como su reloj, lo que parecía contradecir esa hipótesis. No tenía enemigos, ni estaba metido en ningún tema conflictivo. ¿Entonces? Parecía un asesinato inexplicable. Lógicamente, los encargados del caso no podían imaginarse el verdadero móvil de la muerte de aquel hombre honrado, que había llevado la desolación más absoluta a una familia: el entretenimiento de dos personas que no merecían ese calificativo.

Las únicas pistas parecían ser un trozo de látex de un guante en la mano derecha de la víctima y algunos cabellos entre los dedos de la izquierda. La policía estaba desconcertada, pero entonces el ego desmesurado de J. R. acudió en su ayuda. Días después del asesinato, J. R. se jactó ante sus amigos de lo que había hecho, y afirmó que preparaba más víctimas. Con ello, quería incitar a sus amigos a que participaran en su macabro juego. Probablemente, nadie le creyó. Uno de ellos, sin embargo, comprobó que los detalles que daba J. R. acerca del suceso coincidían con los que aportó un programa de televisión que se ocupó del tema. Asustado, se lo dijo a un sacerdote, que le aconsejó que se lo dijera a sus padres. Así lo hizo, y su padre avisó de inmediato a la policía.

Los agentes, sin tener clara la culpabilidad de los sospechosos, comenzaron a vigilarlos discretamente. Cuando vieron que compraban guantes de goma, similares a los utilizados en el crimen, decidieron detenerlos en previsión de que fueran a cometer otro asesinato. Y, en efecto, esos eran sus planes. El domingo 5 de junio de 1994, algo más de un mes después del asesinato de C. M., por la noche, era el día señalado. Cuando iban a casa de J. R. para coger los cuchillos, fueron detenidos. Justo a tiempo de evitar otro crimen: en este caso, le habría tocado a una adolescente.

Tras obtener la correspondiente orden judicial, la policía registró en primer lugar el domicilio de F. M., que se derrumbó de inmediato y confesó lo que había hecho. Su padre le apoyó todo lo que pudo. También confesó que en casa de J. R. podrían encontrar los cuchillos utilizados y un diario en el que su cómplice había detallado lo ocurrido la noche en que asesinaron a C. M.

En efecto, tras registrar el domicilio de J. R., que negó los hechos con absoluta frialdad, apareció lo que había anunciado F. M. El diario, escalofriante, del que hablaré más tarde, constituyó una importante prueba de cargo. J. R. afirmó que lo había hecho en base a la información publicada por los periódicos, pero hubo un detalle que le perdió: en su diario narraba que, cuando intentaba evitar que la víctima gritase, esta le mordió en el dedo, y eso es algo que no se había publicado en ningún medio, lógicamente, porque nadie, salvo los asesinos, podía saberlo. Y en uno de sus dedos, en efecto, apareció la cicatriz del mordisco. En el domicilio de este asesino se encontraron, además, multitud de manuales de juegos de rol.

Cuando, algo menos de tres años después de la detención, empezó el juicio, lo primero que debió dilucidarse fue qué le ocurría a la mente de J. R.: ¿Era responsable de lo que había hecho? ¿Podía ser juzgado?

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