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Muchos motivos para
matar, y todos irracionales
Hay que comenzar diciendo que el Arropiero reunía múltiples
deficiencias de todo tipo. Además de la disfunción sexual comentada
anteriormente (anaspermatismo), tenía trisomía XYY (en vez de lo normal en los
hombres, XY), algo que en la época se consideraba causa de retraso mental y de
una sexualidad y agresividad incontrolables. Si bien la ciencia actual desecha
estas secuelas de la trisomía XYY, sí parece claro que, aunque no estuviera
relacionada con ella, el Arropiero sufría una disminución intelectual bastante
acusada, además de un defecto congénito en el habla que dificultaba entender lo
que decía.
¿Cómo era la mente del Arropiero? Desde un punto de vista
psiquiátrico, la cuestión no quedó clara en los estudios a que fue sometido
antes del juicio. Parece que su mente reunía las características más dañinas
que pueden darse en un criminal: posiblemente padecía algún tipo de psicosis,
lo que no le permitía diferenciar con claridad lo que es real de lo que no lo
es, y eso fue lo que le hizo inimputable desde el punto de vista penal, según
el parecer de los expertos. Con algunas de sus víctimas, como veremos más
adelante, cometió necrofilia, lo cual ya es un indicio bastante determinante de
su enorme deterioro mental.
Pero, además, podría ser considerado como un psicópata,
pues no sentía la menor emoción ni remordimiento después de cometer cualquiera
de sus numerosos crímenes. La cruel educación recibida por parte de su padre,
por añadidura, a buen seguro que ayudó a convertirle en lo que fue. Si unimos a
todo lo comentado anteriormente un carácter brutal, una fuerza física
desmesurada y un entrenamiento específico en la lucha cuerpo a cuerpo,
tendremos una combinación letal de una peligrosidad extrema. Y su triste récord
de ser el mayor asesino en serie de la historia de nuestro país lo confirma.
Pero, ¿por qué mataba? De nuevo nos encontramos con un caso
atípico: la mayoría de los criminales siguen un determinado patrón; es decir,
que asesinan por un motivo: les mueve el sexo, el dinero, la venganza o, tal
vez, su carácter violento les hacía perder los papeles en el calor de una
discusión. Sin embargo, al Arropiero cualquier motivo le parecía
suficientemente bueno para matar, ya que era capaz de hacerlo por todos los ya
señalados y quizá por otros, como el mero capricho.
Podemos comprobar lo anterior examinando cinco de sus
asesinatos, en los que se entremezclan de forma extraña las motivaciones
económicas, de mero capricho o sexuales, pero en muchos de ellos está presente
una discusión previa por cualquier motivo. Era peligroso llevarle la contraria
al Arropiero. Verá el lector que algunos de estos crímenes ponen los pelos de
punta por su brutalidad o nimia motivación.
Su primer crimen lo cometió el 21 de enero de 1964, cuando
aún no había cumplido, por tanto, los 21 años. Iba paseando por el campo cuando
vio a un hombre durmiendo sobre un murete, con la cara tapada con su chaqueta
para que no le molestase el sol. ¿Por qué cogió una piedra de grandes
dimensiones y le golpeó con ella en la cabeza hasta matarlo? Probablemente, ni
el propio Arropiero lo supo nunca, pero eso es lo que hizo. Después, le robó el
poco dinero que llevaba encima y un reloj barato. También le robó una foto en
la que aparecía una señora con gafas y una niña, según declaró años después.
Sí, Adolfo Folch, cocinero, dejaba viuda y una hija. Un drama terrible para
esas personas por un capricho y unas pocas pesetas.
Ya hemos comentado que, aunque no está presente en el
homicidio anterior, la discusión previa es una pauta bastante común en sus
asesinatos. Un ejemplo de ello fue lo que le ocurrió a Venancio Hernández
Carrasco, un vecino de Chinchón (Madrid) el 20 de julio de 1968. Venancio estaba
paseando por la orilla del río Tajuña, cuando se cruzó con un joven mal
encarado que le pidió algo para comer. Venancio le contestó de mala manera, y
el desconocido le propinó un golpe en la garganta que acabó con su vida.
Después, arrojó su cuerpo al río. Como habrá adivinado el lector, el
desconocido no era otro que el Arropiero.
También fue una discusión, pero en este caso aderezada con
dinero y sexo, lo que acabó con la vida de un conocido y acaudalado empresario,
Manuel Ramón Estrada Saldrich. Este mantenía relaciones sexuales por dinero con
nuestro protagonista. El 4 de abril de 1969, este le quiso subir el precio del
servicio de 200 a 300 pesetas, a lo que el empresario se negó. Tremendo error.
La reacción del Arropiero no pudo ser más brutal: arrancó la pata a una silla y
golpeó con ella a su cliente hasta dejarlo irreconocible. Cuando se dio por
satisfecho, violó analmente a Manuel Ramón con el madero y le robó lo que
llevaba encima. ¿Capricho? ¿Discusión? ¿Sexo? ¿Dinero? Quizá con un poco de
cada cosa era suficiente.
Una discusión, en este caso por motivos sexuales, es de
nuevo protagonista en el siguiente asesinato que vamos a recordar del
Arropiero, el 3 de diciembre de 1970. La víctima fue Francisco Marín Ramírez,
uno de los pocos amigos que tuvo Delgado Villegas en su vida. Su relación era
en extremo chocante, pues Francisco era un joven tímido y sensible, muy culto e
inteligente. Parece ser que mantenían relaciones sexuales, y el error que
cometió en este caso la víctima fue proponerle a Manuel que le hiciera una
felación. Pero el sexo oral, tanto con hombres como con mujeres, era algo que
le repugnaba en extremo a nuestro protagonista. Su reacción, como tantas otras
veces, fue tan brutal como desmedida: tragantón y al río. Que fuera su mejor
amigo no importaba. Según declaró tiempo después, no fue la única víctima que
murió como consecuencia de hacerle ese tipo de proposiciones.
A pesar de esos remilgos, el Arropiero realizaba unas
prácticas sexuales espantosas, como podremos comprobar en el último ejemplo de
sus muchos asesinatos, en este caso con una motivación exclusivamente sexual.
Ocurrió el 23 de noviembre de 1969 en Mataró (Barcelona). Aquel día, bien
entrada la noche, Anastasia Borella Moreno, una anciana de 68 años, enjuta y
pequeña, de apenas 40 kilos de peso y 1,40 de estatura, regresaba de una dura
jornada de trabajo fregando platos en un local. Fue entonces cuando la vio el
Arropiero, que buscaba una mujer, y su suerte quedó echada.
A pesar de que podría haberla doblegado con facilidad
debido a la enorme diferencia de edad, tamaño y fuerza, aquel hombre la golpeó
en la cabeza por detrás con un ladrillo y la mató. A continuación, la cogió en
brazos y la tiró por un puente de doce metros de altura hasta un cauce
cenagoso. ¿Por qué hizo eso? La explicación es que al Arropiero le gustaba más
tener relaciones sexuales con una mujer muerta que viva.
La imagen de un hombre copulando con el cadáver de una
anciana muerta, con la cabeza reventada y los huesos de una pierna fracturados
por la caída y fuera de su sitio, de noche, entre el fango sucio de un río
pútrido pone en verdad los pelos de punta. Pero la cosa no quedó ahí. Al
terminar, cubrió el cadáver con un plástico y unas piedras y se fue. Pero las
cuatro noches siguientes volvió allí a violar de nuevo aquel cuerpo, ya en
descomposición. Solo cuando unos niños lo encontraron y el cadáver fue rescatado
detuvo su espantoso comportamiento.
Probablemente sea este último asesinato el que da la
verdadera medida del deterioro mental del Arropiero. Los expertos que le
examinaron en su día para ver si podía ser juzgado no fueron capaces de poner
nombres y apellidos formales a las enfermedades mentales que le aquejaban y se
limitaron al término genérico «enfermo mental», y a concluir que era
inimputable.
Lo que vieron en él, al parecer, no estaba en los libros.
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