miércoles, 1 de octubre de 2025

Charles Manson: ¿maldad o locura?

Manson el 22 de abril de 1968, un año antes de los asesinatos.

Servicio Penitenciario y de Rehabilitación de California.

Dominio público.

 

Nacido en 1934, su mente era un laberinto inquietante. Hijo de una infancia marcada por el abandono y la delincuencia juvenil, se forjó en cárceles y reformatorios, donde aprendió dos habilidades que definirían su vida: manipular y sobrevivir.

 

Manson no era un asesino en serie en el sentido clásico; su arma más peligrosa no era un cuchillo ni una pistola, sino su capacidad para leer las debilidades ajenas y explotarlas sin piedad.

 

Sus seguidores lo describían como un gurú iluminado. Les hablaba de amor, libertad y música, pero detrás de ese disfraz se escondía un pensamiento obsesivo, paranoico y megalómano. Creía —o al menos decía creer— en una inminente guerra racial entre negros y blancos a la que llamó Helter Skelter, inspirándose en su peculiar interpretación de una canción de los Beatles. En su mente retorcida, él y su “familia” serían los elegidos para sobrevivir al caos y tomar el control de un nuevo orden.

 

La noche más oscura

Ese delirio, mezclado con drogas, aislamiento y una sed de poder absoluto, acabó traduciéndose en crimen. La noche del 8 de agosto de 1969, Manson envió a cuatro de sus discípulos a la casa de la actriz Sharon Tate, embarazada de ocho meses, esposa del director Roman Polanski. La orden fue tan simple como aterradora: “Hacedlo lo más horroroso posible”.

 

La masacre duró apenas unas horas, pero dejó una huella imborrable. Tate fue asesinada junto a cuatro amigos: Jay Sebring, Abigail Folger, Wojciech Frykowski y Steven Parent. La escena que hallaron los investigadores al amanecer parecía salida de una pesadilla: cuerpos destrozados, paredes manchadas con sangre, un mensaje escrito con la palabra Pig (cerdo)... No hubo lógica ni móvil económico, solo violencia ritualizada al servicio de un delirio.

 

Al día siguiente, la brutalidad se repitió. Otra pareja, Leno y Rosemary LaBianca, fue asesinada en su casa con la misma frialdad, dejando inscripciones sangrientas que reforzaban la atmósfera de terror. Lo escalofriante no era solo la violencia, sino la obediencia ciega de los ejecutores, jóvenes que hasta poco antes parecían tan comunes como cualquier otro.

 

Los juicios

En los juicios, en los que fue acusado de siete cargos de asesinato por conspiración y dos cargos de homicidio en primer grado, Manson nunca se mostró arrepentido. Sonreía, cantaba, se burlaba de jueces y periodistas. No necesitaba mancharse las manos de sangre para demostrar su poder: bastaba con haber convertido a otros en extensiones de su voluntad.

 

Para la justicia, estaba cuerdo; para muchos psiquiatras, representaba un caso límite, un narcisista con delirios mesiánicos y una ausencia total de empatía. Fue condenado a pena de muerte, que se conmutó por cadena perpetua. Murió en prisión en 2017, a los 83 años.

 

Su mente

La pregunta sigue abierta: ¿creía de verdad en Helter Skelter o utilizaba esa retórica como un disfraz para justificar su sed de control? ¿Era un loco que arrastró a otros a la locura, o un calculador que descubrió que la máscara de profeta le daba más poder que cualquier arma?

 

Más de medio siglo después, la sombra de Manson persiste como uno de los símbolos más inquietantes del mal contemporáneo. En su figura se confunden la locura y la maldad, recordándonos que, a veces, lo verdaderamente aterrador no es el asesino solitario, sino el manipulador que convierte la mente de otros en su propio campo de batalla.

 

 

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